
Persiste en mí un sentimiento de profunda nostalgia al rememorar aquel día en el que un hombre excepcional, mi padrino, Ricardo Zuloaga, partió del plano terrenal.
Su gran trayectoria no fue en vano, especialmente para quienes tuvimos el privilegio de escuchar y asimilar sus atinados consejos y perspectivas.
Fue un insigne promotor de la libre empresa y del respeto a las ideas. En raras ocasiones, mentes brillantes logran conjugar la sencillez de la cotidianidad, la humildad de corazón y la tolerancia en el ámbito de la confrontación.
No obstante, él adoptó estos atributos como estandarte a lo largo de su existencia. Si algo le fue ajeno, fue la arrogancia intelectual. Siempre honró el legado de su apellido, manifestando cercanía y respeto hacia los demás, lo cual me consta, me enorgullece y me brindó valiosas enseñanzas.
Hijo de Ricardo Zuloaga Tovar, uno de los fundadores de la Electricidad de Caracas, este caraqueño comprendió desde temprana edad que las grandes empresas contribuyen al desarrollo individual, al progreso social y al bienestar de la Nación.
Asimismo, entendió que la mejora de la calidad de vida depende de la educación. Por ello, contribuyó a la creación de instituciones como la Universidad Metropolitana, el Centro de Divulgación Económica y el IESA.
En su obra «Las Virtudes de la Libre Economía«, escribió: “En algún momento deberá producirse un gran esfuerzo nacional hacia la reconstrucción del país, de su economía y sus instituciones; y entonces habrá llegado con fuerza el momento de plantear la modernización de la Nación”.
Dejó un legado en Venezuela; el primero, demostrar su amor y respeto hacia ella. Sin embargo, por encima de todo, y algo que le escuché reiterar en varias ocasiones, su principal legado fue creer con fe que Venezuela puede ser una tierra de oportunidades para todos.
