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Hay rutinas aprendidas desde la remota militancia juvenil, por cierto, genuinamente vocacional y altruista, en nada oportunista y pesetera. Así, en nuestras modestas instancias de conducción, por ejemplo, solíamos imitar a los dirigentes más adultos en los períodos vacacionales, cuando todo el país convenía en la tradicional tregua colectiva de sus actividades laborales, tratándose de la Navidad, de la Semana Santa, o del consabido y prolongado asueto escolar.
Siendo parte de la condición humana, la actividad política no paraba para nada y nadie, quizá con la excepción de los parlamentarios y concejales; no obstante, existían las comisiones delegadas en todas las cámaras nacionales, regionales y locales. Quedaba en funcionamiento el comité de base, el municipal, el regional o el nacional del partido, añadidos los organismos funcionales, a través de un pequeño grupo delegado, y, cuando las circunstancias lo ameritaban, incluyendo la celebración de los distintos comicios públicos, todavía más justificado por aquellas circunstancias inesperadas, tales organismos se declaraban parcial o totalmente en sesión permanente y por cualquier medio deliberaban, decidían y ejecutaban.
Entonces, todo parece indicar que el receso político no existía ni sus posibles derivaciones: al respecto, nos extraña que la literatura académica no haya ensayado y tomado para sí los términos, pero no hay recesión política, sino una disminución de las actividades y su dinamismo, si la comparamos con la recesión económica en la que se contraen facetas tan fundamentales como la inversión, producción, empleo y consumo, documentadas por la caída consecutiva del PIB. Quizá técnicamente no es dado todavía hablar de recesión política, ya que la política misma y sus instituciones dejarían de existir, divertidamente indocumentada, como sí es dado – además – extenderse y profundizar en la recesión económica, teorizándola incasablemente; de no recordar mal, tiende a hablarse más de recesión democrática, según la feliz expresión acuñada por Larry Diamond, el profesor de Stanford, convertida en nomenclatura frecuente de los informes de Freedom House y Latinobarómetro.
Fuera de las responsabilidades ejecutivas que pudiera ostentar, la fórmula acertada es la del dirigente político que no debe aspirar a vacacionar como si su desempeño perfectamente estuviera encuadrado en el derecho laboral, pudiendo desconectarse de cualesquiera sucesos que naturalmente le incumben. El período de descanso y de recreación que naturalmente necesita lo cubre parcialmente al delegar sus responsabilidades, pero el líder político por siempre monitorea los acontecimientos y ha de dedicarle tiempo para orientar a sus seguidores.
Esa delegación, en sí misma, puede concebirse como un mecanismo institucional ajustado en todo lo posible al oficio de conducción. Luego, el dirigente político no es un asalariado del partido y nunca podrá alegar sus vacaciones personales como si de la ley y de la jurisdicción laborales tratáramos.
