
Existe una patología del espíritu, quizás más corrosiva que la tiranía. Contagia a quienes deciden prostituir el discurso público para apuntalar el horror. No se refiere al déspota, cuya megalomanía y apetito de dominación son constantes desde los tiempos de Nerón. Una especie más insidiosa, de quien, poseyendo facultades de la razón y privilegio del intelecto, elige deliberadamente ponerlos al servicio de la mentira sistemática.
El embustero político y su primo, el analista demagogo, padecen «esquizofrenia moral calculada». Poseen la escalofriante capacidad de escindir su conocimiento de la verdad de su expresión pública. A diferencia del psicótico, que ha perdido el contacto con la realidad, estos individuos mantienen una consciencia plena de los hechos para traicionarlos con mayor eficacia. No mienten por error; lo hacen por diseño.
Si se realizara una autopsia de la integridad de estos personajes, se identificarían tres rasgos distintivos. La capacidad ilimitada de racionalizar. Son arquitectos de las excusas; construyen andamiajes intelectuales estrambóticos para justificar lo injustificable. Ante la evidencia de tortura y hambre, no responden con indignación, sino con bizantinas disquisiciones sobre «contextos geopolíticos» o «amenazas a la soberanía». Su lenguaje es el del eufemismo perpetuo, la represión disfrazada de «orden público», el asesinato de «neutralización» y la censura de «paz social».
Winston Churchill observó con agudeza que algunos cambiarían sus convicciones con la misma facilidad con que cambian de ropa. La ambición, absorbe cualquier vestigio de principios. Pero el colaboracionista de la tiranía va un paso más allá; no cambia sus principios porque jamás los tuvo. Su brújula moral es un instrumento giratorio que apunta siempre hacia donde sopla el viento del favor dictatorial. Hoy pueden elogiar la democracia si les sirve de trampolín; mañana la condenarán como un estorbo burgués si el régimen así ordena.
Y, quizás lo más revelador, la profunda cobardía existencial disfrazada de pragmatismo. En la intimidad, suelen admitir la naturaleza criminal del sistema al que sirven. ¿Qué puedo hacer? preguntan con sinceridad ensayada. “Si no soy yo, será otro peor”. Es el lamento de siempre del colaborador, la abdicación de la responsabilidad envuelta en el ropaje del realismo político.
La interrogante no es si conocen la verdad, sino por qué eligen la mentira. La respuesta es banal; lo hacen porque es rentable. El intelectual que maquilla atrocidades recibe prebendas, acceso, influencia. El político que miente escala en la jerarquía del poder. Han calculado el precio de su alma y les ha parecido una ganga.
Padecen el eterno «síndrome de Vichy»: la necesidad psicológica de creer que están del lado correcto de la historia, incluso mientras cenan con los villanos. Se convencen a sí mismos de que están «moderando» al régimen, que son puentes necesarios, estrategas incomprendidos. Es un autoengaño elaborado que merece admiración clínica si no fuera tan ética y moralmente repugnante.
El león inglés advirtió que cada generación debe elegir entre la vergüenza y la guerra, o en este caso, entre la incomodidad de la verdad y la deshonra de la complicidad. El mentiroso político y el demagogo colaboracionista ya han hecho su elección. Escogieron la deshonra creyendo que evitarían el conflicto y mantendrían sus privilegios. Inevitablemente, obtendrán el deshonor y, al final, el desprecio.
La historia, jueza implacable que no acepta sobornos, terminará por colocarlos en el diván y pronunciar su sentencia. Para estos individuos, el veredicto será siempre el mismo: capacidad mental plena, responsabilidad completa, culpabilidad absoluta. No sufrieron de locura; padecieron de algo peor: la cordura puesta al servicio del mal deliberado.
En época de mendacidad institucionalizada, decir la verdad es el único acto verdaderamente revolucionario. Estos hombres eligieron la contrarrevolución de la mentira. Que la posteridad los recuerde no con la indulgencia del perdón, sino con la claridad del juicio que merecen.
@ArmandoMartini
