Nicolás Maduro ha tenido un gran año.
Su logro más señalado ha sido disipar la amenaza creíble de ser desalojado del poder merced un referéndum revocatorio que, de haberse llevado a cabo el año que termina, lo habría obligado a dejar el Palacio de Miraflores para ver, quizá desde el exilio, cómo el enorme repudio que Maduro despierta en la población venezolana, elevaba a la presidencia, con una avalancha de votos, a un hipotético candidato de oposición.
Increíblemente, el que pudo haber sido un fin de año decisivo para la oposición democrática no lo fue.
Observadores ecuánimes coinciden en que la gestión de la MUD lució, últimamente, como otra oportunidad perdida para la acumulación de fuerzas que habría problematizado la impertérrita actitud dictatorial del régimen.
Tal consenso se densifica ante el peor error cometido por la dirección (¿colegiada o escindida?) de la MUD: suspender en seco una pacífica, vigorosa ofensiva ciudadana para acudir a un fementido “diálogo” con los cortagargantas de Maduro y sus “facilitadores” internacionales sin antes obtener elementales condiciones que elevasen el costo político de la gesticulación “democrática”, tan propia de las dictaduras posmodernas que inauguró Chávez en nuestra América.
Liberar a Leopoldo López y a un centenar de rehenes, suspender las fullerías dilatorias del colegio electoral y fijar una fecha para el revocatorio. Nada más se pedía. Solo así tendría sentido dialogar sobre la insostenibilidad del modelo económico que Maduro y los suyos campanudamente llaman “legado de Chávez” y sobre la criminal crisis humanitaria que padecen los venezolanos.
Esto ocurría al tiempo que todo indicaba que dos estrategias opositoras, hasta entonces antagónicas, habían logrado al fin confluir en forma coordinada y comenzaban a rendir frutos para, literalmente, acorralar al gobierno. Me refiero a la “presión de la calle”, propugnada, por un lado, por María Corina Machado y el líder cautivo, Leopoldo López. Por el otro, los factores más cautos de la MUD, con Henrique Capriles como cabeza más visible, impulsaban una tenaz estrategia constitucionalista y electoral.
La población premió, a comienzos de septiembre, la aparente consolidación de ese cauce único con una sobrecogedora manifestación pública, pacífica, nunca antes vista desde 2002. Entonces vino la anticlimática “frenada de burro” de lo que hasta entonces había parecido arrancada de purasangres.
Los delegados de la MUD —uno de ellos sospechoso desde hace tiempo de ser agente del Gobierno— emergieron de la primera reunión suscribiendo una declaración obviamente redactada por sus adversarios en la que paladinamente daban por cierto el embuste de una “guerra económica” con que Maduro ha justificado todos sus desafueros. Celebraron también la liberación discrecional de un puñado de rehenes, cautivos sin proceso, como un síntoma alentador. Y todo esto, según la MUD, por no desairar al Vaticano, invitado de última hora aunque, la verdad sea dicha, el Vaticano siempre llega tarde a la hora de mediar, como ocurrió, por ejemplo, con el Holocausto judío.
¿Alguna hipótesis que explique los últimos dislates de la MUD? Tengo una, muy malpensante, pero es la única que alcanzo a hacerme: la de que, mirando la zona de desastre en que 18 años de chavismo han convertido a Venezuela, ningún político de la MUD con dos dedos de frente quiere arrostrar la tarea de gobernar de inmediato lo ingobernable.
Por eso, quizá, prefieran “esperar y ver” si aparece en 2017 un imaginario militar narcochavista, reemplazante de Maduro desde la vicepresidencia, que acuda al Fondo Monetario Internacional. Un milico “dialogable” que convoque elecciones generales tan pronto mejoren los precios del petróleo.
Soñar es barato, y mientras se despejan dudas, tengan todas unas felices fiestas navideñas.