Óscar Vallés: La dignidad del sufragio

Óscar Vallés: La dignidad del sufragio

Oscar Vallés @oscarvallesc
Oscar Vallés @oscarvallesc

 

A María Corina Machado

Ante la encrucijada del 22 de abril, la oposición venezolana luce extraviada. Hay que reconocerlo. Nunca la tuvo fácil. Quienes optaron por sentarse en una mesa de diálogo terminaron por acostarse en una cama de Procusto. Mientras se engolosinaban con cancilleres y periodistas, el gobierno les quitaba el tiempo. Lo cortaba en rodajas y a veces en tajos. Desde ese 16 de julio de 2017, fecha de un plebiscito que le daba al liderazgo opositor solidez entre casi ocho millones de venezolanos, siete meses después ese liderazgo luce fantasmal. Le han cortado pies y manos, piernas y brazos. Ha perdido la cabeza. Con honrosas excepciones, también hay que reconocerlo.





Demás está hacer un listín de razones y azares por todos conocidos. El asunto es que la causa de la libertad requiere con urgencia recomponerse. Necesita mostrar credibilidad y ganar confianza ante los venezolanos que claman un cambio y ante la comunidad internacional que espera una ratificación de su compromiso democrático. Dejar de ser «oposición» con un nuevo liderazgo aglutinador e inspirador para convertirse en una formidable maquinaria de «resistencia» política. Eso requiere de tiempo, de un valioso tiempo, y la celada electoral del 22 de abril tiene aquí su explicación. Cuando toda la extinta unidad electoral de partidos se vanagloriaba de luchar por el espacio, jamás vislumbró que la gran causa de su perdición sería derrochar el tiempo. Con la venia de los lectores, voy a dejar aquí un par de consejos para tratar de nivelar las aguas ante una pelea que luce muy difícil para la causa de la libertad.

Primer consejo: si el enemigo impone un tiempo que no dispones, jamás debes tratar de vencerlo en ese tiempo. Ese tiempo no es el tuyo. Lo primero que debemos definir es que nuestro tiempo para recomponer y aglutinar la fuerza del cambio no termina el 22 de abril. Será un hito para considerar en una estrategia que debe contar con el tiempo que sea necesario, para recuperarse como fuerza social capaz de liderar el cambio político. Pero no debe considerar esa fecha como su final terminal. Todo lo contrario. El 22 de abril debe ser una fecha para confirmar todas las causas que inspiran proseguir con la lucha. De tal modo que lo primero que debe hacer la sociedad democrática es dejar de bailar al son de la dictadura y organizarse bajo sus propios tiempos.

Segundo consejo: la fuente de poder necesaria para lograr el cambio político ante una dictadura es respaldo popular de altísima calidad, esto es, articulado y visibilizado como el plebiscito del 16 de julio. Una cosa es una población hastiada de un gobierno y otra es transformarla en una fuente de poder. Esa es una tarea impostergable. Pero convertir el hastío en un poderoso respaldo popular solo es posible con masivas actividades de protesta cívica o con épicos procesos electorales. No hay más. No existen otras alternativas para hacer público y patente el enorme rechazo a este estado de cosas y el respaldo colosal a favor de un cambio político. Si no hay marcha en una calle o filas ante un centro de votación, el descontento como fuente de poder no se articula y no se expresa. Algunos expertos dirían que no existe. Movilización y elecciones es la clave del cambio político, y ha llegado el momento de ponerlas en sintonía.

Hasta ahora esas dos únicas vías de expresión del respaldo popular han sido entendidas y ejecutadas como contrarias, cuando no enemistadas. Pues bien, en sistemas autocráticos como el venezolano sólo se logran elecciones justas después de intensas movilizaciones de protesta popular. Quienes se jactan diciendo que «dictadura sale con votos» deberían saber que, efectivamente, una dictadura cuando sale con votos lo hace después que las continuas movilizaciones le doblan el brazo al cuerpo electoral y, sobre todo, al cuerpo armado que soporta a la dictadura. Igual deberían saberlo quienes se jactan diciendo que «dictadura sale con negociación». Por lo general, cuando así sucede, es porque las masivas protestas y el descontento en las calles debilitan los soportes que las mantienen, obligando a las dictaduras negociar su salida definitiva del poder. ¿De dónde sacaron los «políticos de mancebía» esa idea peregrina que unas elecciones justas se logran en dictadura mediante un diálogo con sus verdugos, sin quitarse la corbata y el paltó, con un whisky en la mano y un celular en la otra?

En esta encrucijada histórica que vivimos, la movilización y la protesta por elecciones justas se convierte en una exigencia moral y política de primer orden. Elecciones libres, auditables, confiables y, por eso mismo, totalmente «manuales», organizadas por un CNE autónomo e independiente, bajo parámetros estrictos de observación internacional. Una lucha que no se agota el 22 de abril porque precisamente ese evento será el mejor trampolín de la estrategia para reivindicar el principio de la legitimidad de origen ante las oprobiosas condiciones electorales. ¿Seguirán los venezolanos boquiabiertos deliberando «votar o no» bajo la conculcación de nuestros derechos políticos, sin una iniciativa, sin ninguna contraoferta? ¿Nos quedaremos de brazos cruzados viendo cómo la revolución elimina el último vestigio que nos queda como republicanos? ¿Acaso vamos a dejar que usurpen finalmente la soberanía popular y nos arrebaten el sagrado derecho a decidir nuestro destino?

Hay que advertir, sin embargo, que una estrategia por el rescate de la «dignidad del sufragio» tiene dos grandes amenazas. En primera línea están quienes jamás han entendido en qué consiste la institución democrática más antigua del mundo y reducen el voto a un asunto organizar la mejor manera de vencer trampas y argucias. De «jugar» al voto con las reglas de la dictadura. Desde la instauración de la automatización del voto, denunciamos la demolición sistemática del sufragio ante la mirada incrédula, cuando no amenazadora, de partidos y personalidades que nos acusaban de promover abstenciones y desconfianza electoral. Esos personajes serán los primeros en decir que exageramos y seguirán insistiendo en que «número mata condiciones», en su falsa o interesada creencia que mientras más votos, menos fraude habrá, teniendo como estandarte las elecciones de 2015. Pues se equivocan. A diferencia de ellos, la revolución sí aprende de sus errores, y según las condiciones establecidas para el 22 de abril, todo indica que lograron su aprendizaje: mientras más votos, más grande el fraude será.

En la segunda línea están los más peligrosos, los agazapados. Los que se articularían en una estrategia por el recate de la dignidad del sufragio para luego, llegado el momento, quebrar las banderas y venderse a la dictadura. Quienes, sin detenerse en luchas y sacrificios, declaran que van a elecciones con su partido de manera unilateral. Aquí se darán un abrazo con los primeros y serán los artífices del caballo de Troya. Dirán que tienen cientos de autobuses y un sistema antifraude en todos los centros y mesas, pero sabemos que sólo tienen un whisky y un celular en sus manos. Esos son los dos enemigos que siempre ha tenido el sufragio en Venezuela, desde que la revolución decidió cooptar el CNE para ponerlo a su servicio. Quienes torpedearon nuestras luchas entonces por restaurar el derecho al voto y por mantenerlo libre, justo y confiable. Una estrategia por la dignidad del sufragio deberá identificarlos y denunciarlos. Basta ya de dejar nuestros derechos fundamentales y nuestras instituciones republicanas en manos de politicastros y mercaderes. Es la hora de la ciudadanía y de la política con moral.

Luchar por unas elecciones justas es luchar por la causa de la restauración de la soberanía popular y de la república constitucional. Es la negación de toda dictadura y la puerta a la libertad. Es el principio democrático más universal que todo el mundo civilizado reconoce y respaldará. Escribía la semana pasada que una estrategia en este «tiempo» requiere armonizar la conveniencia política con la ética ciudadana. La dignidad del sufragio es un buen comienzo.