En apenas cinco días de protestas populares, los cuerpos represivos de Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, asesinaron a 28 personas, la mayoría jóvenes, opuestas a la reforma del sistema de seguridad social que se vio obligado proponer el gobierno sandinista, luego de la reducción y desfalco de la generosa ayuda financiera brindaba por Nicolás Maduro a su socio centroamericano. En esta sangría fue asesinado por un francotirador del régimen el periodista Ángel Gahona, mientras cubría en vivo las protestas callejeras.
En Nicaragua se repitió el esquema utilizado en Venezuela durante las refriegas de 2017: plomo y gas del bueno. La policía y los aparatos de seguridad no actuaron para disuadir a los manifestantes y disolver las concentraciones y marchas sin víctimas fatales, sino para exterminar a los marchistas e intimidar o paralizar a quienes pretendieran incorporarse a la lucha. En Venezuela, la cifra superó las 135 víctimas en un período de cuatro meses. Daniel Ortega y sus turbas, como se les llama a los grupos paramilitares financiados por el gobierno, no han tenido tiempo de desatar una matanza tan feroz. Para lo que sí tuvieron tiempo fue para humillar a los jóvenes protestantes detenidos: a muchos de ellos los liberaron luego de raparles la cabeza y dejarlos semidesnudos y descalzos en distintas carreteras de Nicaragua.
La izquierda totalitaria se ocupa de defender los derechos humanos solo cuando se opone a los gobiernos de turno. Los cubanos fidelistas, maestros del cinismo, se quejaban y denunciaban las crueldades de Fulgencio Batista, caricatura del dictador latinoamericano. Radio Rebelde era una tribuna para enjuiciar los crímenes contra los valientes jóvenes que apoyaban al Movimiento 26 de Julio, dirigido por Fidel Castro en Sierra Maestra. Cuando Castro y sus muchachos bajaron de la montaña no quedó vestigio alguno de los derechos humanos. Todos fueron conculcados en nombre de la revolución. El mote de “contrarrevolucionario” serviría para justificar cualquier atropello contra la dignidad humana. Los fidelistas se olvidaron de todo lo que tuviese que ver con derecho a la protesta, libertad de prensa o libertad de pensamiento. En la fortaleza La Cabaña, los Castro y el Che Guevara ordenaron la ejecución de varios miles de “contrarrevolucionarios”, sin que respetar el derecho a la defensa con un tribunal independiente. Hasta el comandante Huber Matos, líder y héroe fundamental de la revolución, fue encarcelado y torturado por haber disentido del camino emprendido por el régimen, en una carta privada dirigida a Fidel Castro.
La escuela fidelista, que hunde sus raíces en el stalinismo, se exportó a todo el continente. Sus seguidores, tomasen o no el poder, aplicaron los mismos procedimientos sanguinarios utilizados por Castro tanto dentro como fuera de sus filas. Ampliamente conocida y documentada es la crueldad con sus rehenes, con sus víctimas y con la “tropa”, de las Farc y del ELN, en Colombia; de Sendero Luminoso, mezcla de fidelismo con maoísmo, en Perú; de los Tupamaros, en Uruguay; y de los grupos guerrilleros centroamericanos. Al fino poeta salvadoreño Roque Dalton, sus compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) lo condenaron a muerte, por atreverse a disentir de otros miembros de la dirección de ese movimiento. La izquierda totalitaria arrolla los derechos humanos, tanto de sus adversarios como de los correligionarios que difieran de las directrices del jefe o del partido, o que comprometa la permanencia en el poder de la claque dominante, como ha ocurrido en Cuba durante seis décadas, en Venezuela por veinte años y en Nicaragua durante los once años que lleva Ortega gobernando.
En contraste con la violencia a la cual recurre el totalitarismo izquierdista, los sistemas democráticos operan en sentido distinto. No se trata de contraponer ángeles y demonios. También en las democracias liberales los cuerpos de seguridad tienen la responsabilidad de garantizar el orden y esta tarea pasa, en muchos casos, por utilizar la fuerza y la represión, dejando a un lado el consenso o la persuasión. Sin embargo, en las sociedades democráticas, donde la supervisión parlamentaria, los medios de comunicación independientes y las organizaciones de la sociedad civil actúan como contrapeso del poder, la policía es entrenada para contener y dominar las manifestaciones cuando se desbordan, no para masacrar a la población o impedir el derecho a la protesta pacífica, tal como sucede en Cuba, Nicaragua y Venezuela, siguiendo la tradición impuesta por los antiguos países comunistas.
La denuncia de la impudicia totalitaria y la defensa permanente de los derechos humanos constituye una batalla cotidiana.
@trinomarquezc